Según los expertos, las máscaras ayudan a la gente a quedar bien.
Usarla en exceso para afrontar situaciones
cotidianas puede ser peligroso, según psicólogos.
¿Se ha preguntado
en algún momento cuántas veces al día se pone la máscara para mostrar una cara
que no es la suya, sino algo que le interesa proyectar?
Prácticamente no
hay seres humanos exentos de hacerlo. Aunque la intención sea inofensiva, en
algún momento la gente se pone la máscara como un mecanismo de defensa, por
instinto de conservación o simplemente para proteger su autoestima.
Ese antifaz no deja
ver con claridad lo que está detrás, que es el verdadero rostro. Y lo mismo
sucede cuando se usa una máscara psíquica o emocional, es decir, para ocultar
alguna parte real de nuestra identidad. En este sentido “se entiende como
disimular o aparentar una característica, habilidad, sentimiento, vivencia,
personalidad, seguridad o identidad que no corresponde a la realidad”, explica
la psicóloga clínica Ana Isabel Jiménez.
De alguna forma,
todos los seres humanos disimulamos un poco para “quedar bien”, pero cuando se
pasan ciertos límites comienza a rayar en la patología.
La motivación residiría
en la necesidad de dar una impresión, que en el fondo es falsa, para lograr un
objetivo material o emocional: obtener reconocimiento, escalar alguna posición
o crear un clima que permita, de alguna forma, sacar ventaja.
Se suelen,
entonces, exagerar un poco las virtudes y esconder los defectos, y no es algo
que se pueda considerar dañino, porque se hace incluso en situaciones
inofensivas como maquillarse para una foto o arreglarse y prepararse para
entrevistas de estudio o trabajo. “En lo afectivo también ocurre, cuando
estamos frente a alguien que nos gusta y queremos causar la mejor impresión”,
dice Jiménez.
Quienes suelen usar
máscaras son conscientes de ese comportamiento. Sin embargo, en los trastornos
de personalidad, como el antisocial, la persona está convencida de lo que dice,
así sea mentira, y no es consciente de que esto es ya un problema.
Máscaras más
comunes
Hay una escala de
anhelos en los seres humanos: el ser, hacer y tener, logros que ayudan a la
gente a desarrollarse, pero que es importante identificar su orden de
aparición. A veces las personas se obsesionan con el hacer o el tener y, con
tal de lograrlo, fingen ser o aparentan tener las cualidades o atributos
deseados, y para ello utilizan máscaras. En este punto puede resultar peligroso
usarlas, pues la gente cree merecer algo y lo finge, hasta que la realidad
demuestra que aún no está preparada. El engañar a alguien mostrándole lo que
aún no se es puede deteriorar la relación.
Las máscaras
permiten, de un lado, proyectar lo que se desearía que los demás vieran en
usted o lo que considera que es deseable para los demás y, de otro, ocultar
aquello que se considera inadmisible o inapropiado.
Lo que se busca con
estos antifaces sociales –precisa el psicólogo Alejandro Cortés– es garantizar
la satisfacción de las necesidades psicoafectivas de los seres humanos, es
decir, lograr el afecto, el amor, el reconocimiento y el sentido de pertenencia
en la interacción con los otros.
Y ¿qué hacer en
caso de que nos sintamos engañados, heridos o utilizados por alguien que usa
máscaras para obtener beneficios en una relación personal o laboral?
Cuando el disimulo
que proyecta su máscara está dentro de la franja de lo remediable, lo más sano
es expresar la inconformidad y optar por el derecho a la disculpa. Pero si se
vulneran la dignidad, la ética y se defrauda la confianza y no hay reparación,
el apoyo terapéutico es una opción.
¿Quiénes
las usan más?
Hombres y mujeres
con un patrón de excesiva emotividad y que buscan ser el centro de atención,
tienden más a utilizarlas. Suelen ser teatrales.
Son
peligrosas
Las máscaras son un
peligro cuando quienes las usan se saltan las reglas básicas de honestidad y
respeto por los otros, se menoscaban la ética y la moral y queda en entredicho
la legalidad para obtener beneficios propios sin importar la otra persona. Esto
se ve en quienes sufren trastornos de personalidad y resultan tan convincentes
que pueden hacer sentir que la persona vulnerada es la equivocada. En ellas
ocurre una falta de credibilidad; no aprenden y cuando dicen la verdad nadie
les cree.
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